Magritte es uno de los pintores surrealistas más conocidos. Sin embargo se suele hacer mucho incapie en su obra a partir de los años 30, cuando se volcó en una serie de obras que podríamos definir como acertijos mentales y filosóficos en torno a la apariencia y el lenguaje. Que duda cabe de la valía de estas obras posteriores, muchas de ellas aun conservan la misma intensidad que podían tener en la época en que se realizaron. Pero ese periodo previo a los años 30, digamos de maduración, ha quedado quizás un poco dejado de lado por parte de especialistas o los numerosos antologistas del arte surrealista que han clasificado lo inclasificable. Sin embargo estas obras de mediados y finales de los años 20, que podríamos definir como pertenecientes a una etapa de "aprendizaje" en la obra de Magritte, también son muy valiosas, precisamente porque son el caldo de cultivo en el que fueron surgiendo los temas recurrentes de madurez y porque están en el terreno medio entre lo onírico y lo automático, propias de un surrealismo pleno de espontaneidad. Además son cuadros de una técnica menos pulida, hechas con tonos apagados y sin el colorido que hizo de Magritte uno de los pintores surrealistas más explotados por la cultura de consumo (siempre por detrás de Dalí, claro). Si en las obras maduras de Magritte éste nos plantea perturbadores enigmas y juegos para el intelecto (llenos de trampas para los racionalistas, pues solo derivan en lo irracional y lo poético) que nos mueve a desear un tipo de solución, en estos cuadros de los años 20 entramos directamente en el misterio, aquí solo queda dejarnos llevar de la mano de lo maravilloso y dejar que sea la imaginación libre la que nos comunique un sentido, sea cual sea.
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